viernes, 19 de octubre de 2012

BALADA DEL QUE FINALMENTE FUE A GRANADA


Alguna vez tenía que ser.

¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana. Nunca fui a Granada.
Mi cabeza cana, los años perdidos.
Quiero hallar los viejos, borrados caminos.
Nunca vi Granada.

La diligencia sale de Córdoba, pisa Jaén y aterriza en Granada. A los lados de la carretera han dibujado un paisaje de cientos de años y olivos.

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma:
¿quién, quién levantó los olivos?

Y de Córdoba y de Granada. Miles de olivos, algún cortijo, pueblos blancos y un par de castillos encaramados sobre modestas alturas. Granada al final. No sé si se celebra alguna fiesta propia o simplemente es el Pilar, pero nos reciben con tamborrada, mucho más que una banda de cornetas y tambores. Cuando suenan los metales uno entiende que a continuación pueda comenzar la batalla, cualquier batalla, o la escena de la entrega de llaves de Boabdil. Deben ser las cofradías nazarenas que se reencuentran tras el verano. Gente y más gente, unos dos mil, indio más indio menos, sólo que sin capirotes. Banderas y gallardetes, peinetas y una Virgen de los Dolores, o de los Remedios, o de un pueblo de al lado.
Mucho más alegre resulta la fanfarria que nos han preparado para el día siguiente. Visten de verde, son chicos y chicas gozosos, que bailan y, según parece, reivindican, como en otros lugares del planeta, una vida mejor. Pero para ya mismo. Mucha gente a los lados, aunque no faltará quien susurre: ya están aquí los “perroflautas”…

A medio camino de todo, la catedral, con una puerta cerrada que dice Capilla de los Reyes. Claro, tienes que ver las dos y pagar así 4 euros por cada espacio. ¿Y si los juntaran? Allí están los restos de Isabel y Fernando, vanidad de vanidades y polvo eres y en polvo te convertirás. Polvos bien aprovechados por la dictadura franquista, sagrada bandera del imperio hacia Dios. Y junto a ellos los de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, que en toda familia cuecen habas y habita la tragedia.

Como en las cuevas del Sacromonte, de blanco y azul, rejas y flamenco. Y sobre ellas la Basílica del Sacromonte. Que otrora fuera, incluso, universal o universitaria. En alguna de sus habitaciones invisitables duermen todavía 25.000 libros o códices donde si no la verdad absoluta, se encierra al menos el conocimiento relativo de una época y de su paisanaje. Conocimiento que no mejora, pero se alumbra, cuando lo mezclas, de vez en cuando, con un finito de Montilla y alguna tapita para acompañar al líquido generoso. Y andar, de nuevo andar. Y mirarlo todo.

Desde todos los puntos, el Sacromonte, el Albaicín, desde el Darro o el Genil se ven aquellos castillos altos y relucientes por los que preguntara Don Juan, el castellano, al moro granadino:
— ¡Abenámar, Abenámar,
moro de la morería,
el día que tú naciste
grandes señales había!
Estaba la mar en calma,
la luna estaba crecida,
moro que en tal signo nace
no debe decir mentira.
Allí respondiera el moro,
bien oiréis lo que diría:
—Yo te lo diré, señor,
aunque me cueste la vida,
porque soy hijo de un moro
y una cristiana cautiva;
siendo yo niño y muchacho
mi madre me lo decía
que mentira no dijese,
que era grande villanía:
por tanto, pregunta, rey,
que la verdad te diría.
—Yo te agradezco, Abenámar,
aquesa tu cortesía.
¿Qué castillos son aquéllos?
¡Altos son y relucían!
—El Alhambra era, señor,
y la otra la mezquita,
los otros los Alixares,
labrados a maravilla.
El moro que los labraba
cien doblas ganaba al día,
y el día que no los labra,
otras tantas se perdía.
El otro es Generalife,
huerta que par no tenía;
el otro Torres Bermejas,
castillo de gran valía.
Allí habló el rey don Juan,
bien oiréis lo que decía:
—Si tú quisieses, Granada,
contigo me casaría;
daréte en arras y dote
a Córdoba y a Sevilla.
—Casada soy, rey don Juan,
casada soy, que no viuda;
el moro que a mí me tiene
muy grande bien me quería.
Aquel romance, que subió desde el pupitre escolar hasta mi memoria (un tanto reforzada para recordarlo a estas alturas), se convertía ahora en colas de cientos de personas y miles de fuentes. En medio el palacio de Carlos V, arriba los jardines del Generalife, abajo la alcazaba, en medio los palacios nazaríes. Arcos, estrellas, miradores y celosías, mocárabes que cuelgan del techo, o quizá lo sostienen, leones que te pueden transportar a la eternidad, basta imaginarlo. El Alhambra que perdió Boabdil a cambio de un suspiro, como antes se le había escapado su Alhama, otra plaza fuerte de Granada:
   Paseábase el rey moro — por la ciudad de Granada
desde la puerta de Elvira — hasta la de Vivarrambla.
                —¡Ay de mi Alhama!—
Cartas le fueron venidas — que Alhama era ganada.
Las cartas echó en el fuego — y al mensajero matara,
                —¡Ay de mi Alhama!—
Descabalga de una mula, — y en un caballo cabalga;
por el Zacatín arriba — subido se había al Alhambra.
               —¡Ay de mi Alhama!—
Como en el Alhambra estuvo, — al mismo punto mandaba
que se toquen sus trompetas, — sus añafiles de plata.
                —¡Ay de mi Alhama!—
Y que las cajas de guerra — apriesa toquen el arma,
porque lo oigan sus moros, — los de la vega y Granada.
                —¡Ay de mi Alhama!—
Los moros que el son oyeron — que al sangriento Marte llama,
uno a uno y dos a dos — juntado se ha gran batalla.
                —¡Ay de mi Alhama!—
Allí fabló un moro viejo, — de esta manera fablara:
—¿Para qué nos llamas, rey, — para qué es esta llamada?
                —¡Ay de mi Alhama!—
—Habéis de saber, amigos, — una nueva desdichada:
que cristianos de braveza — ya nos han ganado Alhama.
               —¡Ay de mi Alhama!—
Allí fabló un alfaquí — de barba crecida y cana:
—Bien se te emplea, buen rey, — buen rey, bien se te empleara.
                —¡Ay de mi Alhama!—
Mataste los Bencerrajes, — que eran la flor de Granada,
cogiste los tornadizos — de Córdoba la nombrada.
               —¡Ay de mi Alhama!—
Por eso mereces, rey, — una pena muy doblada:
que te pierdas tú y el reino, — y aquí se pierda Granada.
                —¡Ay de mi Alhama!—
Era la crónica anunciada, el romance mejor, de la muerte de un tiempo, un país y casi una cultura.

Luego fue lo de Lorca. Como al resto de los lugares, lo mismo al Sacromonte que a la Alhambra, fuimos andando a la Huerta de San Vicente, empapando las zapatillas de historia y sudor. En este caso, casi casi de peregrinación. La huerta es ahora centro de un parque con circunvalaciones y cemento en las esquinas. Desde luego, ya no se podría escribir, como hacía Lorca en 1928: “Estoy en la Huerta de San Vicente, una preciosidad de árboles y agua clara, con Granada enfrente de mi balcón, tendida a lo lejos con una hermosura jamás igualada”. Pero quedan naranjos y jazmines, y un piano de cola huérfano de manos y nieve en el salón de estar. (¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas, como el pájaro duerme en las ramas, esperando la mano de nieve, que sabe arrancarlas!).
Para cuando se lo llevaron, en aquella noche sin luna, y sin noche, ya había escrito Federico:

Si muero,
dejad el balcón abierto.
El niño come naranjas.
(Desde mi balcón lo veo.)
El segador siega el trigo.
(Desde mi balcón lo siento.)
¡Si muero,
dejad el balcón abierto!
Porque los balcones, como los corazones, siempre deben estar abiertos. En la muerte, no digo que no, pero sobretodo en la vida. En el viaje que es la vida. Un viaje que por fin, en nuestro caso, nos llevaba a Granada. Y aquí vuelvo y acabo con Alberti, agradeciendo también su colaboración, por alusiones, a Miguel Hernández, Federico García Lorca, Bécquer y a los anónimos autores de los romances citados.
                        Balada del que nunca fue a Granada
¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana. Nunca fui a Granada.
Mi cabeza cana, los años perdidos.
Quiero hallar los viejos, borrados caminos.
Nunca vi Granada.

Dadle un ramo verde de luz a mi mano. 
Una rienda corta y un galope largo.
Nunca entré en Granada.
¿Qué gente enemiga puebla sus adarves?
¿Quién los claros ecos libres de sus aires?
Nunca fui a Granada.

¿Quién hoy sus jardines aprisiona y pone
cadenas al habla de sus surtidores?
Nunca vi Granada.

Venid los que nunca fuisteis a Granada.
Hay sangre caída, sangre que me llama.
Nunca entré en Granada.

Hay sangre caída del mejor hermano.
Sangre por los mirtos y aguas de los patios.
Nunca fui a Granada.

Del mejor amigo, por los arrayanes.
Sangre por el Darro, por el Genil sangre.
Nunca vi Granada.

Si altas son las torres, el valor es alto.
Venid por montañas, por mares y campos.
Entraré en Granada.

3 comentarios:

  1. gracias por recordarme que yo estuve en Granaa, volveré para ver el Sacromone, aunque sea a gatas..

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  2. Nos ha hecho reviajar contigo a Granada, muchacho. Gracias musulmanas y cristianas de las de antes.

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  3. Cuidado Jesús, que La Alhambra engancha. En pocos sitios he estado tan a gusto como lo estuve allí (qu casi me tuvieron que echar), y tendré que volver algún día (aunque no me reciban con tamborradas como a otros).
    He disfrutado mucho leyendo esta balada, no lo sabes bien.

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